Cuenta la leyenda que era un hombre gentil y paseaba por las calles de La Habana. Conversador, educado y espontáneo, todos los que compartieron con él recuerdan sus charlas sobre la vida, la religión, la política y los eventos del día. Nunca pidió dinero, ni fue mal educado, pero sí aceptaba obsequios de conocidos y les retribuía con una tarjeta decorada por él, a su manera muy peculiar.
Salía al paso de caminantes por el Paseo del Prado, la Avenida del Puerto, la Plaza de Armas, 23 y 12, y el Parque Central. Aunque a primera vista atemorizaba, por su apariencia singular, al conocerle, todos charlaban con él.
El Caballero de París era bien conocido en La Habana de los años ’50. De mediana estatura, cabello desaliñado y canoso, lucía su larga barba que contrastaba sus uñas largas y retorcidas de años sin cortar. Siempre vestido de negro, resaltaba por llevar una carpeta de papeles y un puñado de lápices que le dotaban de cierto aire intelectual.
Su verdadero nombre: José María López Lledín. Nació un 30 de diciembre de 1899 en la provincia de Lugo, en España. De acuerdo con la documentación del Archivo Nacional, llegó a la Habana el 10 de diciembre de 1913 con 12 años de edad.
En cuanto a su apodo, existen miles de versiones sobre su origen. Algunos dicen que proviene de una novela francesa; otros, que obtuvo popularmente el calificativo de la acera del Paseo del Prado que en su mente equivalía a la acera del Louvre; en tanto muchos afirman que el solía nombrarse a si mismo «Rey» y «Caballero». La verdad es que se convirtió en una leyenda viva de las calles de La Habana y quienes le conocieron siempre tienen algo que contar sobre El Caballero de París.
Murió un 11 de Julio de 1985 con 86 años de edad. Sus restos fueron exhumados por el historiador de la Ciudad de La Habana, Eusebio Leal, y transferidos al convento de San Francisco de Asís.
Leyendas imperecederas fueron creadas en torno a este «Caballero»; y muchas de ellas han servido de inspiración a escritores, cineastas y artistas. Ciertamente, como toda leyenda nunca muere, y la magia creadora del escultor José Villa Soberón perpetuó su figura en bronce para que continúe deambulando por las calles de la Habana. Por iniciativa de Eusebio Leal, la estatua fue colocada a la entrada de la Basílica Menor de San Francisco de Asís, y muy cerca de ella, en el interior de la capilla, descansan sus restos mortales.